domingo, 22 de octubre de 2017

Sergio del Molino - La España vacía



(Fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, 1539)

"Algo pasó a finales de la década de 1980 en aquella España tecnopop y finalmente europeizada. El ingreso en la Comunidad Económica Europea en 1986, once años después de la muerte de Franco, se vivió como la ruptura definitiva con el problema de España. Ya no habría más Unamunos ni Ortegas ni Marañones. Ya no más Machados melancólicos. Se planearon grandes cosas. Juegos olímpicos, trenes de alta velocidad, redes de autopistas. El país se puso en obras. Europa exigía una modernización y aportaba miles de millones de pesetas para hacerla posible. Para cerrar las fábricas ineficientes, para modernizar la flota de pesca y, sobre todo, para regular la agricultura. Un vistazo a los periódicos y a los medios de comunicación de aquel tiempo devuelve una imagen de sarcasmo y descreimiento muy ibérica. Es el influjo de la mirada del Quijote, esa tendencia a observar con desdén y a desconfiar del optimista. Pero la profundidad y la velocidad de los cambios debió de causar algún vértigo. El país iba demasiado deprisa para el gusto de una clase media acostumbrada a la sobremesa eterna del franquismo. Por eso, a finales de los años 80, creció en las librerías y en los cines una forma de nostalgia. Y ya se sabe que la nostalgia es una expresión suave y resignada del miedo."

"En la película El juez de la horca, Paul Newman se propone impartir justicia con el lema “La ley, al oeste del río Pecos”, porque se decía que allí no había ley. La España vacía, en ciertos imaginarios, queda al oeste del río Pecos. La guardia civil tardó un día en cazar a los hermanos Izquierdo en los montes de la provincia de Badajoz, y casi mueren dos agentes en el empeño. A la ley le cuesta mucho hacerse valer en esos lugares que son algo así como el bosque de los cuentos infantiles, llenos de brujas y de lobos feroces. Esto se debe a que la España vacía casi nunca se ha narrado a sí misma, se ha resignado a ser narrada."

"Una tarde de 1840, en París, el poeta alemán Heinrich Heine coincidió con su amigo, el también romántico Théophile Gautier, en un concierto de piano. El segundo había anunciado que planeaba un viaje a España. Un periódico iba a enviarle como corresponsal para que contara la guerra carlista. Heine, malicioso, le preguntó a Gautier: “¿Cómo se las va usted a componer para hablar de España una vez que la conozca?”

"Su repudio no importa, porque no borra el hecho de que los orígenes del carlismo estuvieron protagonizados por personas como él. Hay un determinismo histórico, que viene de Hegel y de la filosofía idealista, que cree que las fuerzas de la historia son tan poderosas que se manifiestan y desarrollan al margen de las personas que accidentalmente las sufren y viven. La creencia de que los grandes hechos históricos son inevitables y habrían sucedido del mismo modo con independencia de las vidas y decisiones de sus protagonistas sólo se sostiene desde la fe, pues hay dirigentes que escogen la guerra o el acuerdo, guillotinar al rey o concederle la gracia, apretar el gatillo o evitar que otros lo aprieten. Hay incitadores y apaciguadores. Hay intransigentes y permeables. Al final, los edictos, los tratados y las órdenes estratégicas de los ejércitos las redactan y firman hombres y mujeres con todos esos atributos. A posteriori, la historia se lee como una sucesión diáfana de causas y consecuencias, pero a menudo olvidamos que ese sentido es una construcción, una mirada. Tiene sentido porque somos animales narrativos que necesitamos interpretar nuestro mundo en forma de relato. Por eso, los personajes parecen títeres de un narrador omnisciente que los sitúa como víctimas de un fatum. En cierto modo, es una idea consoladora que tiene mucho de sustrato religioso. El azar y lo imprevisible son cuestiones sobre las que difícilmente se puede fundar una ciencia o una narrativa, y la historia quiere ser ambas cosas a la vez. Por eso, los personajes como Calomarde pasan inadvertidos. Apenas son mencionados en una nota marginal y erudita. A lo sumo, se convierten en carne de anecdotario costumbrista. Con suerte, en un leitmotiv chistoso (durante la Segunda República, por ejemplo, las derechas repetían que los gobiernos de izquierda eran los peores que había tenido España desde Calomarde). Pero ningún historiador los considera más allá de lo instrumental, como un dato curioso o engorroso que adorna el relato de los grandes acontecimientos y de las grandes tendencias. En el fondo, tan títere y anodino como sus padres labriegos de Villel."

"Los ideólogos del carlismo buceaban en la Biblia como rabinos aplicados para justificar la superioridad del campo sobre la ciudad. Es fácil encontrar en los textos sagrados del cristianismo y el judaísmo alabanzas a los campesinos y denuestos a los habitantes de las ciudades, fuentes de pecado y decadencia y olvido del culto a Dios, pero en realidad sólo estaban recubriendo de argamasa religiosa una necesidad, convirtiéndola en virtud. El carlismo no estaba en el campo por vocación, sino porque no había conseguido triunfar en las ciudades y había sido expulsado de ellas. Por tres veces se alzó en armas con la idea de vencer a los liberales en todos los frentes. Pusieron cerco a ciudades como Zaragoza y Bilbao, y a punto estuvieron de tomarlas. Si no alcanzaron Madrid fue porque las tropas gubernamentales no les dejaron acercarse, pero su propósito era conquistar todo el país. Al verse relegados al campo, fueron acompasando su ideología tradicionalista con la sensibilidad de los campesinos, y encontraron un filón en el odio a las ciudades. Los campesinos asentían encantados ante cualquier perorata antiurbana, ese lugar lleno de furcias, borrachos y ladrones. Y de políticos ateos y corruptos. Y de cortesanos afeminados. Donoso Cortés escribía: “El cristianismo reveló al hombre la sociedad humana; y como si esto no fuera bastante, le reveló otra sociedad mucho más grande y excelente, a quien no puso en su inmensidad ni términos ni remates. De ella son ciudadanos los santos que triunfan en el cielo, los justos que padecen en el purgatorio y los cristianos que padecen en la tierra”. No como en las ciudades, donde no hay santos ni justos ni cristianos."

"El carlismo no logró triunfar, pero no porque su proyecto fuera disparatado. Durante sus primeros setenta años de historia fue la mayor amenaza para el estado liberal español, por encima de los revolucionarios socialistas y anarquistas. En los siglos XX y XXI se ha visto cómo sociedades como Irán o Afganistán caían en manos de insurrecciones religiosas equiparables al carlismo. Y, aunque no logró imponerse, su persistencia como cultura política dominante en amplias regiones de España ha dejado una huella honda y perceptible. Buena parte de la retórica de los nacionalismos catalán y vasco es heredada directamente del carlismo, lo cual no es extraño porque el foralismo y la vindicación de una España anterior al siglo XVIII incluía la recuperación de lenguas vernáculas e identidades periféricas. Cuando los nacionalistas vascos y catalanes empezaron a construir sus edificios ideológicos a finales del siglo XIX, se encontraron con que los carlistas ya les habían hecho casi todo el trabajo. En las zonas de influencia carlista se cultivaban el catalán y el vasco. Parte de la prensa carlista estaba escrita en esos idiomas porque iba dirigida a campesinos que apenas dominaban el castellano. Pero no sólo eso. Los carlistas recuperaron instituciones medievales que querían contraponer a la administración moderna y liberal. Frente a las provincias, reinos. Frente a los gobernadores, juntas, generalidades y lehendakaris. Frente a la constitución, fueros."

No hay comentarios:

Publicar un comentario