"Ya que por fin había conocido a mis dowayos, me moría de ganas de entablar conversación. «¿Sois todos dowayos?», pregunté. La perplejidad los dejó sin habla. Repetí la pregunta. Como uno solo, replicaron ofendidísimos. Negaban altaneramente tener ningún parentesco con aquella vil raza de hijos de perra. Ellos, a lo que parecía, eran dupa, y me dieron a entender que nadie sino un idiota podría confundirlos. Los dowayos vivían al otro lado de los montes. Nuestra conversación terminó ahí. Unos quince kilómetros después desembarcaron ante el colegio, con aire todavía ultrajado, y me dieron las gracias educadamente. Proseguí la ruta solo."
"No obstante, seguía convencido de que para los dowayos yo no era sino una simple curiosidad. Es falso que el aburrimiento sea una queja exclusivamente endémica de la civilización. La vida rural de África es tediosa a más no poder, no sólo para un occidental acostumbrado a una gran variedad de estímulos cambiantes, sino para los propios lugareños. Todo pequeño suceso o escándalo es comentado con deleite una y otra vez, cada novedad perseguida, cualquier alteración de la rutina saludada como un alivio de la monotonía. A mí me apreciaban porque los distraía. Nadie podía estar seguro de lo que haría a continuación. Quizá me iría a la ciudad y traería alguna nueva maravilla o alguna anécdota. Quizá vendría alguien a visitarme. Quizá me iría a Poli y encontraría cerveza. Quizá saldría con alguna nueva tontería. Era una fuente constante de conversación."
"La vida de hombres y mujeres permanece en gran medida separada. Un hombre puede tener numerosas mujeres pero pasar el tiempo con sus amigos mientras ellas están con las otras esposas o las vecinas. Tal comportamiento es similar al que se da en el norte de Inglaterra. La mujer prepara la comida para su marido y sus hijos pero él come solo, a lo sumo con el hijo mayor. También cultivan la tierra separadamente. Ella cultiva sus alimentos y él los de él, aunque quizá la ayude en las tareas más duras. Hombre y mujer se encuentran con propósitos sexuales en la choza de él según una rotación que ya han acordado de antemano con las demás esposas. A ojos de un occidental la familiaridad o el afecto que se demuestran es escaso. Los dowayos me contaron extrañados que la esposa de un misionero americano salía corriendo de casa a recibir a su marido cuando éste regresaba de algún viaje. Se partían de risa por el hecho de tener que pedirle a la mujer del misionero, en vez de a él, que los llevara en el coche, y encima no parecía que le pegara nunca."
"—¿Quién ha organizado este festival?
—El hombre de las púas de puercoespín en el pelo.
—Yo no veo a nadie con púas de puercoespín en el pelo.
—No. Es que no las lleva."
"Así pues, los informantes me ponían dificultades incluso en lo referente a los animales más destacados como los leopardos. Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a qué planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones. En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para todos que los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por lo tanto, no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental. En esta época de neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia saciedad y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Los «pensadores» contemporáneos tienen el juicio fundamentado y equitativo en tan poca consideración como sus antecesores. Un ejemplo que me impresionó especialmente antes incluso de ir al país Dowayo fue una exposición de objetos de los indios pieles rojas. En ella se exhibía una canoa de madera y nos informaban que «Las canoas de madera funcionan en armonía con el entorno y no son contaminantes»; junto a ella había una fotografía del proceso de construcción en la que aparecían los indios quemando grandes extensiones de bosque para obtener la madera adecuada y dejando que se pudriera el resto. El «Doble salvaje» se ha alzado de su rumba y se encuentra vivito y coleando en el noroeste de Londres, lo mismo que en algunos departamentos de antropología."
Para un occidental resulta chocante que tantas actitudes africanas coincidan con las que han sido desechadas en Occidente. Cualquier funcionario colonial de los años cuarenta estaría de acuerdo con las opiniones del maestro bamileke o del sous-préfet fulani, aunque sin duda los dos africanos no aceptarían el paralelismo. La fe en ese mal definido concepto, «el progreso», y la certeza de que la obstinación y la ignorancia caracterizaban a los indígenas, que, por su propio bien, habían de ser obligados a adaptarse al presente, los equiparaba con los imperialistas más acérrimos.
"La paradoja del viajero espacial einsteiniano es una de las que más ha dado que pensar a los matemáticos. Después de recorrer el universo a gran velocidad durante unos meses, regresa a la Tierra y descubre que en realidad han transcurrido décadas enteras. El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un periodo de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresar y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar un débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia.
Además, resulta ciertamente insultante comprobar lo bien que funciona el mundo sin uno. Mientras el viajero ha estado cuestionando sus creencias más fundamentales, la vida ha seguido su curso sin alteraciones. Los amigos siguen coleccionando cazuelas francesas idénticas y la acacia del fondo del jardín sigue creciendo espléndidamente."
"—¿Quién ha organizado este festival?
—El hombre de las púas de puercoespín en el pelo.
—Yo no veo a nadie con púas de puercoespín en el pelo.
—No. Es que no las lleva."
"Así pues, los informantes me ponían dificultades incluso en lo referente a los animales más destacados como los leopardos. Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a qué planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones. En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para todos que los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por lo tanto, no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental. En esta época de neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia saciedad y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Los «pensadores» contemporáneos tienen el juicio fundamentado y equitativo en tan poca consideración como sus antecesores. Un ejemplo que me impresionó especialmente antes incluso de ir al país Dowayo fue una exposición de objetos de los indios pieles rojas. En ella se exhibía una canoa de madera y nos informaban que «Las canoas de madera funcionan en armonía con el entorno y no son contaminantes»; junto a ella había una fotografía del proceso de construcción en la que aparecían los indios quemando grandes extensiones de bosque para obtener la madera adecuada y dejando que se pudriera el resto. El «Doble salvaje» se ha alzado de su rumba y se encuentra vivito y coleando en el noroeste de Londres, lo mismo que en algunos departamentos de antropología."
Para un occidental resulta chocante que tantas actitudes africanas coincidan con las que han sido desechadas en Occidente. Cualquier funcionario colonial de los años cuarenta estaría de acuerdo con las opiniones del maestro bamileke o del sous-préfet fulani, aunque sin duda los dos africanos no aceptarían el paralelismo. La fe en ese mal definido concepto, «el progreso», y la certeza de que la obstinación y la ignorancia caracterizaban a los indígenas, que, por su propio bien, habían de ser obligados a adaptarse al presente, los equiparaba con los imperialistas más acérrimos.
"La paradoja del viajero espacial einsteiniano es una de las que más ha dado que pensar a los matemáticos. Después de recorrer el universo a gran velocidad durante unos meses, regresa a la Tierra y descubre que en realidad han transcurrido décadas enteras. El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un periodo de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresar y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar un débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia.
Además, resulta ciertamente insultante comprobar lo bien que funciona el mundo sin uno. Mientras el viajero ha estado cuestionando sus creencias más fundamentales, la vida ha seguido su curso sin alteraciones. Los amigos siguen coleccionando cazuelas francesas idénticas y la acacia del fondo del jardín sigue creciendo espléndidamente."
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