Cuando los camareros te tutean, las putas te saludan por la calle y pierdes continuamente al póker, es el momento de cambiar de ciudad.
MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ, El santo al cielo
"Mi abuela hablaba de las lunas y las mareas, de los proverbios populares que profetizaban granizos o sequías. Sus rodillas doloridas predecían las tormentas. El calendario que manejaba no estaba formado por días numerados, sino por nombres de santos, festividades eclesiásticas, cumpleaños de parientes fallecidos hacía muchos años. En su modo de percibir el tiempo aún había alusiones a tareas agrícolas, solsticios y cuartos de luna, y un tajo singular dividía la historia de sus años con la misma eficacia lapidaria con que el nacimiento de Cristo divide la historia humana. En nuestra familia, todos los sucesos, las costumbres, las desgracias o los golpes de fortuna caían siempre a uno u otro lado: habían ocurrido antes o después de la guerra, y tantas veces oí de ella esas expresiones que aun siendo yo muy niño era consciente de que hacía mucho tiempo una singular detonación transformó todas las cosas, las hizo irremediablemente distintas a como habían sido hasta entonces, a como podían haber sido."
"Años más tarde, pensé muchas veces cuánto debía la sociedad a aquellas reuniones de mujeres maduras y opulentas, seguras de sí mismas, del coherente transcurso de sus días, de la consistencia patrimonial de sus maridos. No era la policía, ni el ejército, ni la banca, ni los poderes públicos los que sostenían al Estado. No eran los maestros vocacionales los que, con su esfuerzo cotidiano, introducían a los pequeños en el engranaje colectivo. Ni los psiquiatras quienes salvaban a los paranoicos de cometer masacres en los supermercados. Ni los sacerdotes los que inclinaban la balanza de los potenciales suicidas hacia el desistimiento. Eran aquellas mujeres las que lo sostenían todo: las oscuras jornadas laborales, los ascensos y los despidos, los tratados internacionales, el sistema penitenciario y la eficacia de las administraciones tributarias; eran ellas las que levantaban un enmarañado laberinto de obligaciones y responsabilidades para que en él se introdujeran los demás, con sólo mirarlas a los ojos, cuando aún son muy pequeños, y aceptan de sus manos enjoyadas un inocente trozo de turrón."
"Horacio me ofreció una taza. Entonces emitió algunos sonidos indescifrables, que quizás pertenecían a un idioma desconocido.
—Es una hierba que se cultiva al pie de las montañas del Himalaya. Se parece al té. Una infusión algo más suave y mucho más aromática.
—¿Lo ha leído en alguna enciclopedia? —pregunté, mientras recibía mi taza.
—No. Viví allí durante algunos años.
No me encontraba en disposición de afirmar que aquello era sólo una espléndida mentira. En cierto modo, uno teme a los hombres que han estado en muchos sitios, aquellos que han viajado por el mundo. Uno tiene la impresión, en su presencia, de que nunca podrá referir un comentario medianamente interesante.
—Yo odio viajar —declaré—. Odio cambiar mis costumbres.
—Entonces, ¿cómo puede escribir?
No estaba seguro de las intenciones de Horacio, porque cada vez que él hablaba, antes de beber, se cubría cuidadosamente los labios con la taza y no había modo de identificar en ellos esos sutiles movimientos delatores, esas casi imperceptibles contracciones musculares donde a menudo puede leerse con mayor claridad que en las palabras.
—Trato de imaginarme cosas —respondí—. Por ejemplo, podría inventar un personaje que jurara haber vivido mucho tiempo al pie de las montañas del Himalaya, un personaje que hablara de una hierba cuyo nombre no podría repetir dos veces porque es imaginario."
"Horacio me ofreció una taza. Entonces emitió algunos sonidos indescifrables, que quizás pertenecían a un idioma desconocido.
—Es una hierba que se cultiva al pie de las montañas del Himalaya. Se parece al té. Una infusión algo más suave y mucho más aromática.
—¿Lo ha leído en alguna enciclopedia? —pregunté, mientras recibía mi taza.
—No. Viví allí durante algunos años.
No me encontraba en disposición de afirmar que aquello era sólo una espléndida mentira. En cierto modo, uno teme a los hombres que han estado en muchos sitios, aquellos que han viajado por el mundo. Uno tiene la impresión, en su presencia, de que nunca podrá referir un comentario medianamente interesante.
—Yo odio viajar —declaré—. Odio cambiar mis costumbres.
—Entonces, ¿cómo puede escribir?
No estaba seguro de las intenciones de Horacio, porque cada vez que él hablaba, antes de beber, se cubría cuidadosamente los labios con la taza y no había modo de identificar en ellos esos sutiles movimientos delatores, esas casi imperceptibles contracciones musculares donde a menudo puede leerse con mayor claridad que en las palabras.
—Trato de imaginarme cosas —respondí—. Por ejemplo, podría inventar un personaje que jurara haber vivido mucho tiempo al pie de las montañas del Himalaya, un personaje que hablara de una hierba cuyo nombre no podría repetir dos veces porque es imaginario."
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